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No huyas del sufrimiento: transfórmalo en oración

¿Has pensado que tu dolor puede convertirse en un regalo para el cielo? Cada sufrimiento, aceptado con amor, puede aliviar el de las almas del purgatorio. No hay lágrima inútil, ni prueba estéril cuando se ofrece en unión con Cristo.

La fe nos enseña que Dios aplica a los difuntos los méritos de los vivos. Por eso, cuando aceptas tus penas, grandes o pequeñas, estás participando activamente en su alivio. Es un misterio de comunión: el amor transforma la cruz en redención compartida.

Mira, existen dos tipos de sufrimiento. El voluntario, que elegimos libremente: ayuno, renuncia, privación, sacrificios pequeños hechos con fe. No tienen que ser heroicos; basta un gesto sincero, una palabra callada, una sonrisa ofrecida a pesar del cansancio. Cuando lo haces por amor, esos actos se vuelven como gotas frescas que caen sobre las almas que esperan la luz.

Y está el sufrimiento involuntario: las penas que no elegimos —enfermedades, contrariedades, fatigas, decepciones, pérdidas—. Si las vives con paciencia y las unes a Cristo, adquieren un valor inmenso. Cada lágrima ofrecida, cada “sí” pronunciado en medio del dolor, es una semilla de consuelo que llega hasta el purgatorio.

Tu dolor, unido al de Cristo, no se desperdicia. Él lo toma, lo purifica y lo transforma en alivio para otros. Así, lo que te hace sufrir puede convertirse en esperanza para quienes aún esperan el Cielo.

A veces, la realidad invisible del purgatorio se hace tan viva que parece tocar la tierra. Escucha esta historia.

En un noviciado jesuita de Polonia, el joven Estanislao de Kostka rezaba solo en la capilla cuando una figura envuelta en llamas apareció ante él. Era un alma del purgatorio. —“Dime —preguntó el santo—, ¿el fuego que te quema se parece al de la tierra?” —“El fuego de la tierra —respondió la aparición— no es más que una brisa suave comparado con el nuestro.”

Estanislao, conmovido, quiso entender. —“Déjame sentirlo, aunque sea un instante.”
—“No podrías soportarlo —replicó el alma—. Pero para convencerte, extiende la mano.”

Una gota cayó sobre su piel. Un grito desgarró el silencio. La quemadura marcó su palma para siempre. Durante el año que le quedaba de vida, Estanislao llevó aquella cicatriz como un recordatorio ardiente del amor que purifica. Sus hermanos, estremecidos, aumentaron sus penitencias y prometieron orar más por los difuntos.

No muy lejos, en Zamora (España), un dominico vio regresar a su amigo franciscano poco después de morir. El alma, rodeada de una luz dolorosa, le confesó: —“Aún debo sufrir por pequeñas negligencias de mi vida. Nada en la tierra se compara con este fuego. ¿Quieres verlo?”

Apoyó su mano sobre la mesa del refectorio. La madera se hundió como cera derretida.

Esa mesa todavía se conserva: testigo silencioso del fuego invisible que purifica, no por castigo, sino por amor.

Siglos después, Santa Catalina de Génova lo explicaría con palabras que aún estremecen:

“El fuego del purgatorio es el mismo amor de Dios que quema todo lo que no es puro. Es el fuego del deseo de amar más y de no poder hacerlo aún plenamente.”

Tú también puedes participar de ese amor purificador. Cada cruz aceptada, cada enfermedad ofrecida, cada injusticia soportada con paciencia puede ser un bálsamo para las almas que esperan. Nada se pierde cuando se ofrece por amor.

No huyas del sufrimiento: transfórmalo en oración. Dile al Señor: “Jesús, uno mis dolores a los tuyos por las almas del purgatorio.” Esa simple frase puede abrirles las puertas del cielo.

Recuerda: lo que hoy duele puede mañana liberar a quienes amas.

Tu fe puede convertir el fuego en luz, y tu cruz, en esperanza.

Únete al Oratorio Virtual por las Almas del Purgatorio: Oratorio Virtual por las Almas del Purgatorio – España

Reza, ofrece y acompaña con nosotros a las almas que esperan el cielo. Cada día, una oración compartida se convierte en una llama de misericordia que nunca se apaga.

Fuente: “Un mes con nuestros amigos : las almas del Purgatorio? Conocerlas, rezarles, liberarlas.” Padre Martin Berlioux

Foto: Cristo atado a la columna. Gregorio Fernández. Iglesia de la Santa Vera Cruz de Valladolid. Laci3, CC0, via Wikimedia Commons

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