Por Ignacio García de Toledo
Hablar de la muerte no está de moda, ¿verdad? Cuando alguien habla de la muerte, nuestra primera reacción es evitar el tema.
Hoy hablaremos de la muerte, porque los que somos católicos y devotos del Sagrado Corazón de Jesús no tememos a la muerte. Al contrario, en esta hora difícil tendremos a Jesús y a María a nuestro lado.
La Iglesia nos habla de la muerte en numerosas ocasiones, oraciones y fiestas litúrgicas. Por ejemplo, cada vez que rezamos el Ave María, lo decimos sin rodeos: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE. Amén.”
Un niño de 5 años que reza el Ave María ya aprende a pedir ayuda a la Virgen María «en la hora de la muerte». Este es el espíritu de la Iglesia de Jesucristo.
Como todo el mundo sabe, la Iglesia dedica el mes de noviembre a los difuntos. El mes de noviembre comienza con la fiesta de Todos los Santos, a la que sigue inmediatamente la conmemoración de los fieles difuntos. ¿Por qué hace esto la Iglesia? Simplemente para recordar la muerte. La Iglesia quiere que recordemos esta terrible verdad: un día, para todos nosotros, esta vida en la tierra llegará a su fin. Moriremos.
Por desgracia, en realidad, en los últimos 60 años, muy pocos sacerdotes se han atrevido a hablar de la muerte. Menos aún sobre lo que sigue a la muerte. La muerte no es más que el principio. Después viene el juicio personal final, luego el Infierno o el Paraíso, muy probablemente pasando de manera temporal por el Purgatorio si nos salvamos. Esto es lo que llamamos los últimos tiempos. Aunque pocos sacerdotes se atrevan a hablar de ello, es una verdad de la Iglesia que no ha cambiado ni cambiará nunca.
De hecho, la Iglesia nos hace oír en el Credo que “Creo en Jesucristo, … que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.”
Afirmar lo contrario no sólo es mentir, sino también confundir y sembrar el engaño.
¿Qué es la vida? La vida comienza cuando el alma da al cuerpo su principio vital. ¿Y qué es la muerte? Es la separación del alma y el cuerpo. Recibimos la vida, un alma inmortal, y en un momento preciso, desconocido para nosotros, tendremos que dejar este mundo en el que hemos entrado temporal y repentinamente. Comienza entonces la vida eterna. Esta es la gran verdad que la Iglesia nos recuerda en innumerables momentos.
La Iglesia no nos habla de la muerte para asustarnos, ni para desesperarnos. La Iglesia simplemente quiere hacernos conscientes de la seriedad de la vida. ¿Hay un final para la vida en esta tierra? Sí, lo queramos o no, y es absurdo pretender que no sea así.
La Iglesia no nos deja solos ante la muerte. Acompaña a los moribundos con la bendición de los enfermos, antiguamente llamada de extrema unción y a los difuntos con el rito funerario. No abandona el cuerpo, sino que lo bendice antes de dejarlo descansar en la tierra. La Iglesia está presente en todas las etapas de nuestra existencia. En el momento de nuestro nacimiento a través del bautismo, luego a través del sacramento de la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación, el sacramento del matrimonio y en el momento de la muerte, como acabamos de ver, a través de la extrema unción.
Un funeral cristiano no es tanto una ocasión para recordar al difunto como para acompañarle con nuestras oraciones hacia la vida eterna. Sí, tendemos a olvidarlo también, pero la muerte no es el final de todo. Ciertamente es el final de esta vida terrenal, pero sobre todo es el comienzo de una eternidad de felicidad o, por desgracia, para los pecadores que mueren sin arrepentimiento, de una eternidad de desgracia. Es una puerta por la que todos debemos pasar. Por supuesto, nos acompañarán las oraciones de la Iglesia, pero tendremos que dejarlo todo y atravesar solos esta puerta para comparecer ante Dios y aprender de Él que ése es nuestro destino eterno. También ésta es una gran enseñanza de la Iglesia que debemos tener siempre presente: ¡un día entraremos en la eternidad!
Cuando uno visita un cementerio, especialmente un cementerio cristiano, a veces tiene una sensación extraña… Al pasar junto a las tumbas, a veces uno se detiene y ve que algunas personas han pasado seis meses en la vida terrenal, otros diez años, cincuenta años, setenta años o noventa años. No hay edad para morir… Simplemente morimos cuando Nuestro Señor decide llamarnos de nuevo a Él. Jesucristo es el dueño de la vida y de la muerte. Sólo Él decide cuándo dejaremos esta tierra, y no tiene sentido esperar añadir un solo segundo a nuestra vida terrenal si Él ha decidido que debe llegar a su fin.
En las tumbas también podemos ver que algunas de ellas, por desgracia cada vez menos, están coronadas por una cruz. Cubrir la tumba con una cruz es una costumbre de la Iglesia. ¿Por qué? Porque la cruz es un signo de esperanza en la vida eterna.
Existe un caso famoso y extraño. El de un conocido hombre de estado llamado Talleyrand. Era un estadista francés activo desde el reinado de Luis XVI hasta el de Luis Felipe, particularmente durante la Revolución Francesa.
Un hombre rico, acostumbrado a las ocasiones sociales. Este hombre temía terriblemente a la muerte. La temía tanto que prohibía a cualquiera hablar de ella delante de él. Un buen día, notó que uno de sus amigos había dejado de visitarlo, preguntó por él y sus sirvientes, amigos y todos los que le rodeaban guardaron silencio, porque el amigo había muerto y en la Casa de Talleyrand no se permitía hablar de la muerte. Él siguió viviendo en la duda, o más bien en la ilusión… Un día Talleyrand cayó gravemente enfermo. Prometió al médico que si le daba un mes más de vida, le ofrecería un millón de francos. Y así fue por cada mes de vida ganado. El médico le dio las gracias y le dijo lo que quería oír: que todo estaba bien y seguiría así durante muchos años. Por supuesto, era mentira. Talleyrand no tardó en morir.
Por muy poderosos que seamos en este mundo, no podemos escapar a la muerte, ni siquiera retrasarla si Nuestro Señor ha decidido que ha llegado nuestra hora. Por supuesto, no sabemos cuándo será esa hora. Nadie sabe cuándo va a morir. Por eso, debemos estar siempre preparados para morir. Cuando llegue ese momento, si tenemos fe y devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, entonces iremos en paz. Tendremos a Nuestro Señor y a Su Madre con nosotros.
Nuestro Señor hizo una promesa explícita a Santa Margarita María Alacoque sobre este tema. Dijo muy claramente que si nos encomendamos a Su Divino Corazón, Él estará con nosotros en la hora de nuestra muerte. ¿Qué mayor promesa puede haber? Si el Sagrado Corazón nos acompaña, ¿Qué tenemos que temer? Ya no estaremos solos. Estaremos acompañados. Y no acompañados por una simple criatura, sino por el Hijo de Dios y por su Santísima Madre. Ellos nos darán todo el consuelo que necesitamos y nos ayudarán a llegar al Cielo.
Foto: Il Romanino, Public domain, via Wikimedia Commons