La Iglesia nos enseña que el amor no termina con la muerte. Tú y yo pertenecemos a una misma familia: la Iglesia de Cristo. Una parte está en la tierra, otra ya goza del Cielo… y otra espera aún, en el Purgatorio, el momento de ver a Dios cara a cara. Sí, esas almas sufren. Pero no están solas. Pueden ser aliviadas, liberadas, acompañadas por tus oraciones, tus sacrificios y tus misas ofrecidas.
El Concilio de Trento lo afirmó con claridad: «Las almas detenidas en el purgatorio son consoladas por los sufragios de los fieles.» Esta es la belleza de la Comunión de los Santos: lo que haces por amor aquí, repercute en la eternidad. San Pablo lo resumió así: «La caridad no pasa nunca.»
Dios nos ha dado el poder de ayudar. El padre Faber lo explicaba con asombro: «Parece que el destino de esas almas depende más de la tierra que del Cielo.»
¡Qué misterio tan grande! Tú puedes ser el instrumento de su liberación.
Acompañame a leer esa historia tan conmovedora. En el siglo XVIII, un prisionero escribe una carta desesperada a una dama influyente: «Madame, el 25 de marzo de 1760 hará cien mil horas que sufro, y me restan doscientas mil por soportar aún. ¡Téngase piedad de un martirio tan largo!»
Cien mil horas… más de once años. Doscientas mil más… más de veintidós. La cifra no era un cálculo, era un grito. El tiempo del sufrimiento no se mide con relojes: se mide con el alma.
Lejos de esa prisión, en un monasterio, dos religiosos se prometen rezar uno por el otro: «El primero que muera, tendrá al día siguiente una misa ofrecida por su hermano.»
Llega el momento. Uno parte en la noche; el otro cumple su promesa al amanecer. Celebra la misa, se arrodilla… y de pronto, el amigo difunto aparece, luminoso pero serio:
—“Hermano, ¿dónde está tu promesa? Me has dejado esperar un año entero.”
—“¿Un año? ¡Si acabo de ofrecer la misa!”
Y el alma responde con un suspiro que hiela el aire:
—“Aquí el tiempo se dilata como siglos. El sufrimiento del purgatorio no tiene comparación. Pero tu sacrificio me ha liberado. Ahora subo al Cielo, y oraré por ti.”
Entre el preso y el monje se revela una misma verdad: cuando el dolor no tiene horizonte, una hora se vuelve una eternidad. Y en el purgatorio, las almas claman por una oración que acorte su espera.
No basta con sentir compasión. Tú puedes actuar hoy. Reza por tus padres, tus abuelos, tus amigos. Ofrece una misa. Haz un sacrificio en silencio. Cada oración es una chispa que ilumina esas almas que viven entre la justicia y la misericordia.
Dios mismo lo desea. Él es Amor, pero también Justicia. Y en su ternura infinita, nos da la gracia de colaborar con Él. ¿Lo imaginas? Cada Ave María que pronuncias puede liberar a un alma. Cada misa ofrecida puede convertir siglos de espera en un instante de gloria.
San Ambrosio decía: «Todo lo que hacemos por nuestros difuntos se transforma en mérito para nosotros, y al final de nuestra vida, lo recibiremos multiplicado por cien.»
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Oratorio Virtual por las Almas del Purgatorio – España
El Cielo se abre para quien ama. Y la caridad hacia las almas del Purgatorio —esa caridad que no se ve, pero que toca el Corazón de Dios— es el pasaporte del cristiano para la eternidad.
Fuente: “Un mes con nuestros amigos: las almas del Purgatorio. Conocerlas, rezarles, liberarlas.” Padre Martin Berlioux
Foto: La Virgen intercediendo por las almas del purgatorio. Louis Court (1670-1733) catedral Notre-Dame-et-Saint-Arnoux de Gap (Francia). Rvalette, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons
