¿Por cuántos años gimen las almas en el purgatorio? La Iglesia nunca fijó un plazo. No puso límites de días ni de años. Sin embargo, nos muestra lo que piensa cuando celebra misas de aniversario. Cuando manda celebrar las treinta misas por los difuntos. Ella cree, pues, que la expiación puede ser larga. Muy larga. Incluso siglos enteros. Así lo enseñaron también los santos Padres.
El cardenal Roberto Belarmino afirmaba que, según revelaciones dignas de fe, ciertos castigos del purgatorio pueden durar hasta el día del Juicio Final… si la Iglesia no viene en ayuda de esas almas. ¡Ay! ¡Cuántas gimen allí desde hace tantos años! ¿Quién nos dirá el tiempo exacto, la medida de tormentos que purifica al alma? Hay que quitar el óxido que los pecados dejan en lo más profundo. Devolver el resplandor de ángel perdido. ¡Misterio insondable de los juicios de Dios!
La duración aumenta el rigor. Sufrir… mucho. Sufrir… largo tiempo. Esperar… esperar sin plazo. ¡Qué martirio para esas almas! Además, la intensidad del dolor multiplica el tormento: un instante parece mes, un mes parece siglo. Señor, acorta estas penas. Señor, alivia a nuestros hermanos y amigos, sobre todo a los que más tiempo deben permanecer en ese fuego de expiación.
¿Por qué duran tanto estas penas? No nos sorprendamos. No es un azar. La hermana Marie-Denise de Martignat, Visitandina célebre por sus gracias extraordinarias en favor de las almas, enumeraba varias causas: – La pureza perfecta que debe tener el alma antes de ver a Dios. – La multitud de pecados veniales no confesados ni llorados.
– La tibieza de nuestra contrición. – La escasa penitencia por los pecados mortales, aunque confesados. – La impotencia absoluta de las almas difuntas para socorrerse.
– Nuestro olvido culpable, nuestro desinterés criminal, nuestra negligencia en procurarles alivio.
Reflexiones serias. Terribles, pero verdaderas. Y por eso no debemos apresurarnos a canonizar a nuestros difuntos. Tenemos hambre de creerlos ya en la paz. Necesitamos imaginarlos ya en la gloria. Entonces nos decimos: “sin duda lo han alcanzado”. Y dejamos de rezar.
¡Qué distinto el espíritu de los santos! Ellos rezaban sin cesar por los muertos. Nunca los daban por salvos sin sufrimiento. Toda su vida intercedían. Hagamos lo mismo.
Pensemos: no podemos sostener un dedo en el fuego ni un minuto. El dolor nos arranca un grito al instante. ¿Y vamos a dejar a nuestros seres queridos quemarse años enteros? ¿Siglos enteros? ¡Sería cruel! ¡Sería inhumano! ¡Queridas almas, no, jamás os olvidaremos! Jesús, María, José, enseñadnos a rezar con fervor.
Hay ejemplos que estremecen. Un hombre, preso durante años, exhausto de dolor, escribió a una mujer poderosa, capaz de romper sus cadenas. Le suplicó: “Señora, el 25 de marzo de 1760 habré sufrido cien mil horas. Y me quedan aún doscientas mil horas de suplicio. ¡Oh, Señora, apiádese de un martirio tan largo!”
¿Qué corazón podría resistir a semejante clamor? “Cien mil horas sufridas… y me quedan doscientas mil”. Las contó una por una.
Otro relato: en un monasterio, dos sacerdotes amigos se prometieron celebrar una misa por el otro el día siguiente de su muerte. Murió uno. El otro cumplió fielmente. Al terminar la misa, vio aparecer a su hermano difunto, radiante y glorioso… pero con semblante severo: “Hermano mío, ¿qué hiciste de tu promesa? Me dejaste más de un año en el purgatorio antes de celebrar la misa que me debías.”
El sacerdote se quedó pasmado: “¿Cómo? ¡Tu cuerpo ni siquiera ha sido enterrado! ¡Hace apenas unas horas que moriste y ya celebré la misa prometida!”
El alma suspiró profundamente: “¡Oh! ¡Qué terribles son los tormentos del purgatorio! El tiempo allí es distinto. Lo que aquí son horas, allí son años. Lo que aquí es un día, allí parece un siglo. Gracias, hermano: tu misa me abre ahora las puertas del cielo. Iré a rogar a Dios por ti.”
Así cuentan las almas benditas. No en horas ni días. En años. En siglos. Y esos siglos les parecen eternidades.
También santa Mónica, la madre de san Agustín, comprendía bien este misterio. A punto de morir, en Ostia, pidió a su hijo y a todos los presentes: “No os preocupéis por dónde enterrar mi cuerpo. Sólo os ruego una cosa: acordaos de mí en el altar del Señor.”
Ese fue su testamento. No pidió honores. No pidió sepultura ilustre. Pidió misas. Pidió oraciones. Porque sabía que sólo así se acortan las penas del purgatorio. Así hablan los santos. Así debemos hablar nosotros.
Fuente: Padre Martin Berlioux, Un mes con las almas del purgatorio
Foto: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:St._Martin_Waakirchen_22.jpg
Edelmauswaldgeist, CC0, via Wikimedia Commons
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Quien ayuda a las almas olvidadas, encontrará en el día de su juicio la ayuda poderosa de esas mismas almas, agradecidas por toda la eternidad.