España cumple cuarenta años desde que el Tribunal Constitucional, en 1985, abriera la puerta al aborto con el pretexto de unos supuestos “casos excepcionales”. Aquel fallo histórico relativizó el derecho a la vida y redujo al niño por nacer a un valor secundario frente a la mal llamada “libertad de la madre”. Se justificó diciendo que el aborto sería raro, limitado y decreciente. La historia ha demostrado lo contrario: en estas cuatro décadas más de tres millones de niños inocentes han sido eliminados oficialmente, una cifra escalofriante que clama justicia ante Dios.
La mentira estuvo en el origen. En 1976, el diario El País agitó a la opinión pública publicando cifras falsas y apocalípticas: se habló de 300.000 abortos clandestinos al año y de miles de muertes de mujeres que nunca existieron. Fue una manipulación descarada y jamás se pidió perdón por ello. Sobre esa campaña se construyó la legalización. Después llegaron las trampas de la ley de 1985 y, más tarde, la ley de 2010, que convirtió el aborto en un supuesto “derecho”, estabilizando la sangría en unos 100.000 abortos cada año.
Pero lo más doloroso no son los números fríos, sino lo que hay detrás de ellos: millones de vidas humanas segadas en silencio por métodos crueles, envueltos en un lenguaje aséptico y engañoso. Niños indefensos, destruidos antes de ver la luz. Mujeres que cargan con cicatrices físicas y con heridas emocionales que jamás se borrarán. Familias fracturadas para siempre. Una sociedad envejecida que desde 2017 registra más muertes que nacimientos. Y, sobre todo, una nación que se ha acostumbrado a vivir de espaldas al crimen, anestesiada moralmente, transformando un mal intrínseco en un supuesto bien, elevando el asesinato de inocentes a la categoría de “derecho humano”.
Un país que se atreve a llamar derecho al crimen más horrendo no solo comete una injusticia social: se coloca bajo el juicio de Dios. La Escritura es clara: la sangre inocente clama al cielo y Dios no deja impunes esas ofensas. España, al legitimar leyes contrarias al mandamiento divino “No matarás”, se expone a la cólera del Señor. No es un mero problema político, es un problema moral y espiritual que compromete el destino mismo de la nación.
Lo más trágico es que ni siquiera los gobiernos que se decían provida o conservadores cumplieron con su deber. Ningún gobierno del Partido Popular, ni siquiera con mayoría absoluta, se atrevió a derogar las leyes inicuas. Al contrario, muchos de ellos las consolidaron con políticas tecnocráticas, promoviendo prácticas como la congelación de óvulos o la fecundación in vitro, igualmente contrarias a la dignidad de la persona humana. La complicidad política, unida a la indiferencia social, ha terminado por cimentar en España lo que san Juan Pablo II denunció con profética claridad como la “cultura de la muerte”.
Sin embargo, en medio de esta oscuridad, no faltaron voces de esperanza. Desde antes incluso de la legalización, asociaciones provida y grupos de laicos católicos se entregaron con heroísmo a salvar vidas. Acompañaron a mujeres en riesgo, ofrecieron alternativas concretas, sanaron heridas y difundieron una auténtica cultura de la vida. Su labor, muchas veces silenciosa y despreciada, ha salvado no solo a incontables niños sino también a muchas madres de la desesperación y la soledad. Son el verdadero rostro de la caridad cristiana frente a la barbarie del aborto.
Hoy, cuarenta años después, España está ante una encrucijada decisiva. Puede seguir adormecida, indiferente, consolidando la injusticia, o puede alzar la voz y ponerse en pie en defensa de los más pequeños y vulnerables. No hay término medio: tres millones de niños asesinados claman justicia desde el cielo. Y cada católico, cada ciudadano con conciencia recta, debe preguntarse en qué lado de la historia quiere estar. ¿Del lado de Caín o del lado de Abel? ¿Del lado de Herodes o del lado de la Sagrada Familia? ¿Del lado de la cultura de la muerte o del lado de Cristo, que es la Vida?
Si España no reacciona, si sigue despreciando la Ley de Dios, si continúa legislando contra los Mandamientos y llamando bien al mal, no podrá escapar de las consecuencias. Un pueblo que derrama sangre inocente se hace acreedor de la justicia divina. La historia de Israel en el Antiguo Testamento, y la historia de las naciones cristianas, nos enseñan que Dios permite el castigo cuando se llega al colmo de la iniquidad. Y España está jugando con fuego.
Pero todavía hay esperanza. La misericordia de Dios es más grande que nuestros pecados, y siempre está dispuesta a derramarse cuando hay arrepentimiento sincero. Si España regresa al Corazón de Cristo, si se convierte y vuelve a defender la vida de los más inocentes, podrá todavía recibir la gracia que la salve del abismo al que se dirige. Pero si persiste en su pecado, si se obstina en desafiar a Dios, entonces la sangre de los niños clamará contra ella, y ese grito será escuchado en el cielo.
El tiempo de reaccionar es ahora. Mañana puede ser demasiado tarde. Y si esperamos demasiado, la factura no solo será de vidas humanas ya segadas, sino de sangre y dolor para nuestra nación. Hoy Dios nos pone ante una elección: bendición o maldición, vida o muerte. España debe decidir. Y cada uno de nosotros debe decidir también.
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