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El purgatorio: cuando la misericordia pasa por el fuego

Cuando un alma se presenta ante el Soberano Juez, nada queda oculto. Todo se ve a la luz de la verdad. Si esa alma está limpia de toda mancha, entra directamente en el Cielo. Jesús la recibe con la corona prometida a los justos. Pero ¿qué ocurre con un alma que, sin estar condenada, no está aún del todo purificada? ¿Qué pasa si aún conserva huellas de pecado venial o faltas no reparadas?

No puede ver a Dios. Porque —como nos recuerda la Escritura— nada impuro entrará en su presencia. Pero tampoco merece el Infierno. Entonces, ¿qué ocurre con ella?

Es ahí donde interviene el misterio del purgatorio. Un misterio que los hombres de hoy, tan inclinados a la superficialidad o a la negación de la vida eterna, ya no comprenden. Muchos se imaginan que la misericordia de Dios consiste simplemente en perdonar sin exigir nada. Como si el amor no tuviera exigencias. Como si la santidad de Dios no reclamara una pureza total.

Pero la misericordia divina no es eso. Es algo mucho más alto y profundo. Y el purgatorio es una de sus expresiones más admirables. El purgatorio es el lugar donde el alma termina de prepararse, donde repara lo que no supo reparar en vida, donde se purifica del todo para poder abrazar al Amor sin sombra, sin peso, sin mancha.

El sacerdote misionero francés Martin Berlioux, en su precioso libro “Un mes con las almas del purgatorio”, lo explica con una sencillez luminosa: “El purgatorio no es otra cosa que la misericordia de Dios actuando después de la muerte. Misericordia que purifica, que duele, pero que salva”.

Esa es la clave. Duele, pero salva. Es fuego, pero fuego de amor. Por eso Tertuliano, uno de los grandes Padres de la Iglesia, lo llamó “los tormentos de la Misericordia”. Sí, hay sufrimiento, y no pequeño. Pero no es desesperación. Las almas del purgatorio sufren, pero saben que van al Cielo. Y eso cambia todo. Su dolor no es el de la condenación, sino el de la esperanza. No es el de los que se alejan de Dios, sino el de los que aún no pueden alcanzarlo.

Hoy se predica poco sobre esto. Muchos han olvidado que el purgatorio existe, que es real, que nos espera si no vivimos con santidad. Otros, por miedo a escandalizar, callan. Pero la Iglesia nunca ha dejado de enseñarlo, y los santos han sido testigos de su verdad.

El purgatorio es como un “octavo sacramento”, decía alguien con fina intuición espiritual. Un sacramento de fuego, reservado a aquellos a quienes los otros sacramentos no bastaron para purificar del todo. Y es también una bendición inmensa. Porque es justicia, sí… pero también es gracia.

Y ahora viene lo más importante. Porque tú y yo, que aún caminamos en esta tierra, podemos — ¡debemos! — ayudar a esas almas. Ellas ya no pueden hacer nada por sí mismas. Pero tú sí. Puedes ofrecer una oración, una Misa, un sacrificio. Puedes encender una vela con fe. Puedes pedir por ellas en el Rosario. Y Dios escucha. Y actúa. Y acorta su purificación. Y cuando esas almas lleguen al Cielo… ¿quién crees que recordarán ante Dios?

Es un misterio de comunión que atraviesa el tiempo y la muerte. Nosotros por ellos, hoy. Ellos por nosotros, mañana.

Alabemos, pues, la Divina Misericordia. Porque nos dio los sacramentos para evitar el Infierno. Y nos dio el purgatorio para alcanzar el Cielo.

Por Modesto Fernández

Foto: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Tolosa_-_Iglesia_San_Francisco_01.JPG

Zarateman, CC0, via Wikimedia Commons

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